Esta es la historia de un hombre cualquiera
que una tarde marchita de domingo
pegado al transistor
sufre y espera que den
el resultado del partido.
Suena un tango que aflora
entre las equis
Los unos y los doses traicioneros
¿debí colocan? que con más clase
sin embargo ha perdido
demoliendo tanta terca ilusión
dinamitando tantas torres de naipes
tantos sueños del quinielista
pobre que tendrá
que volver a la fábrica de nuevo
el lunes a las ocho
como cada semana renunciando
de momento a la entrada del piso
y a la boda por culpa de un balón
y un portero de un penalti cabrón
y de un defensa
por culpa de un maldito delantero.
Desengaños
que asaltan las murallas del invierno
cuando se va la tarde del domingo
y no le queda al hombre más consuelo
que esperar el vaivén de la fortuna
rescatar del baúl el traje nuevo
ir con la novia al cine donde explorar
con inútil pasión sus blandos senos
y mientras Marlon Brando en la pantalla
baila un tango en París
vuelve el recuerdo del árbitro traidor
cómo es posible que un penalti deshaga
tantos sueños.
Y a las ocho
se acostarán por fin en aquel viejo
cuartucho de pensión
la misma cama de la manta amarilla
el mismo miedo a manchar el colchón
donde abandonan, arrugado
son los últimos esfuerzos
de la tarde marchita de domingo
que abre la oscura puerta del silencio
como una mano blanda y taciturna
cuando los verdes dedos del invierno
hayan ido cerrándose cansados
sucios, ajados, turbios, polvorientos
hasta llenar de frío las papeleras
donde agoniza el corazón
del tiempo.