Yo iba cruzando la tarde sobre mi caballo viejo, y era la tarde el espejo donde bajo el sol aún arde tu pelo, porque la tarde siempre nació de tu pelo. Y hasta el cielo no era el cielo, sino el azul de tus ojos empañado por los rojos crepúsculos de otros cielos. Y yo era niño, y fundaba con mi caballo tu risa. Tu risa que era la brisa que pasaba; y con la tarde volaba hasta la ceja de monte, donde hasta el mismo horizonte, rojo por el sol poniente, iba del monte a tu frente, y yo, de tu frente al monte. Ahora es otra tarde, y llueve. Pero el agua es de aquel día en que la lluvia quería vallarte el cuerpo en el breve espacio donde se mueve la luz dentro de una gota. Por eso esta lluvia brota, no de las nubes de hoy, sino de un tiempo en que estoy rehaciéndote gota a gota.
Quise encontrar en el río
la memoria de la fuente,
descubrir en su corriente
el manantial, pero el mío.
Fue un singular desafío,
pues ni la naturaleza,
ni el arte, ni la belleza
pueden ser lo que ya han sido:
el tiempo que se ha perdido
como el caudal, no regresa.
Cae la lluvia horizontal,
es tan menuda, tan leve,
que hasta el aire que la mueve
se convierte en manantial.
No es un agua germinal,
es un polvo de humedad,
lluvia de una soledad
que al descender se me antoja
cierta guitarra que moja
la nostalgia de otra edad.