Mientras tanto los vestidos
de damasco y terciopelo
de la princesa Momo
en jirones desteñidos,
en estrazas descosidos,
el mundo los transformó.
Ahora la princesa Momo
viste para resguardarse
de un raído chaquetón,
sucio y demasiado grande,
y una falda con remiendos,
deshilada y sin botón.
Vive entre añejadas ruinas
de un antiguo anfiteatro
fuera de la gran ciudad,
en penuria y soledad.
Girolamo un buen día
convertido en pobre diablo,
harapiento de vagar,
llegó al viejo anfiteatro
donde Momo había resuelto
su camino terminar.
"¡Hola!".
Pero fueron incapaces
de reconocerse:
el polvo no lo dejó.
Sobre la ciudad la noche se aposenta,
y vuelve a rutilar el espejo de nácar,
vacía majestad acaricia las gradas
donde solos están las siluetas raídas
de Momo y Girolamo.
Triste de Girolamo, convertido en Gigi,
saca del bolsillo la imagen desgastada
que guardó celoso a través de parajes
en busca de aquella adorable princesa
que ofreció su rostro a la Luna plateada.
La evidencia echó a volar y se reconoció
y lo reconoció:
era él a quien buscó,
lo acaba de encontrar,
su sueño estaba allí.
"¡Gigi, soy yo!, ¡Gigi!"
Nunca más sería infeliz,
el viaje terminó,
la ausencia se esfumó.
Y, resuelta, desató de Gigi
el corazón
y su amor despertó.
Entonces vio a plena luz
el rostro aquel
que en soledad tanto buscó
sin encontrar,
y lágrimas de plata azul
brotaban de alegría
en infinita lluvia de estrellas.
Y fue feliz, estaba allí su realidad,
el corazón agigantó su palpitar
de manantial, de cascabel;
y comprendió que estuvo ciego,
que había encontrado al fin
el verdadero amor.
Gigi y Momo estaban sentados en los escalones de piedra de aquel antiguo anfiteatro. La Luna se perfilaba, redonda y plateada, sobre la gran silueta de la yagruma. Y ambos al mirarse, comprendieron que eran inmortales.