Había una vez un niño muy chiquito
que era la burla de todos
sus compañeros de la escuela
a causa de su pequeña estatura.
Su nombre era Manuel.
Cuando todos salían al recreo
a jugar con la pelota,
nadie quería jugar con él;
cuando jugaban a las escondidillas,
nadie lo quería buscar;
cuando alguien cumplía años,
nunca lo invitaban:
y cuando él cumplía años,
nadie iba a su fiesta.
La vida de Manuel era muy solitaria y triste.
Todas las noches,
antes de acostarse,
hacía oración y le decía a Dios:
Papito Dios,
yo sé que Tú eres muy bueno
porque me lo ha dicho mi mamá,
pero no entiendo por qué si tanto me quieres,
me hiciste tan chiquito
de modo que mis amigos se burlan de mí.
¡Cómo quisiera ser tan alto como una montaña
para que todos me respeten
y me quieran.
¿Algún día me vas a hacer
crecer tan alto como una montaña?
Y esperaba por unos minutos,
arrodillado al lado de su cama
para ver si Dios le contestaba.
Nunca había escuchado
la respuesta de Dios pero,
aún así,
volvía a preguntarle cada noche lo mismo.
Esta bien, papito Dios.
No tienes que contestarme ahora,
si quieres, mañana me respondes.
Y Manuel se dormía profundamente.
Un día, mientras todos los niños
jugaban a la pelota en el jardín de la escuela,
se escuchó el grito de uno de ellos.
Todos se paralizaron
y buscaron el origen de aquél grito.
Nadie sabía quién había gritado
y no se veía a ningún niño asustado o llorando.
De pronto, se escuchó nuevamente
el grito desesperado de un niño,
sólo que ahora sí sabían
de dónde provenía el lamento.
A unos cuantos metros de ahí
había unas pequeñas
zanjas que fueron abiertas
para instalar unas tuberías para transportar el agua y,
por lo visto, alguien había caído en una de ellas.
Todas se agolparon a la orilla de la zanjas
pero no podían ver al interior,
sólo podían escuchar el llanto del niño que había caído en el pozo.
Era un chiquillo que acababa de entrar a la escuela
y apenas tenía cuatro años de edad.
Inútilmente, profesores
y jóvenes de secundaria intentaron sacar al niño.
Eran muy grandes y no cabían en el orificio de la zanja.
Entre los niños que se habían
juntado para presenciar el accidente
se encontraba nuestro amigo de baja estatura.
Él veía todo el revuelo y la conmoción pero,
sobre todo,
escuchaba el llanto del chiquito que estaba atrapado
en el fondo de la zanja
y que suplicaba que lo sacaran rápido de allí.
Se abrió paso a base de empujones
y llegó hasta el frente.
Luego, con voz temblorosa, dijo:
Yo puedo entrar, Nadie lo escuchó,
todos gritaban llenos de impaciencia
y nerviosismo.
Yo puedo entrar!, gritó Manuel,
y el silencio invadió el ambiente.
Todos voltearon a verlo
y reconocieron que Manuel era la única solución.
Manuel se metió a la zanja
y consoló al pequeño,
después lo tomó por la cintura
y lo elevó hasta sus hombros.
El niño logró salir con unos cuatro rasguños
y moretones.
Cuando Manuel salió,
una muchedumbre lo vitoreaba
y coreaba su nombre.
Uno de sus compañeros de clase
se acercó a él y le dijo,
mientras le daba unas palmaditas en la espalda:
Manuel, eres pequeño de estatura
pero lo que hiciste hoy
nos demuestra a todos
que tienes el corazón del tamaño de una montaña.
Manuel elevó sus ojos al cielo
y sonrió agradeciendo.
Sabía que tarde o temprano me ibas a contestar,
dijo con alegría y entró al
salón de clases con sus nuevos amigos.