Ella llevaba trenzas y calcetines
y él la esperaba cerca de la academia.
Ella llegaba justo cinco minutos tarde
y paseaban por el centro del parque.
Ella soñaba en él, él soñaba con ella
y en una casa azul, toda de amor y fiesta.
Esa sería su casa: los dos y el mundo afuera.
La construirían para una vida entera.
Él se marchó a estudiar. Ella se casó pronto.
Ella tuvo dos hijos. Él también, y trabajo.
Ella sufría jaquecas y nervios alterados.
Él, de cansancio y miedo al infarto.
Y hoy, en una esquina, al fin, después de tantos años,
hoy, por casualidad, se han encontrado.
Ella llevaba niños. El, su tiempo contado.
Se sonrieron, apenas sí se hablaron.
Ahora piensan los dos en lo que hubiera sido
una vida en común como la que soñaron
en una casa suya, con niños buenos y guapos,
enamorados como entonces juraron.
Y se sienten terrible y hermosamente tristes
por lo que pudo ser y que no ha sido.
Pero es mentira. También eso es mentira.
Nadie es distinto a como se ha construido.
Tendrían una casa de silencio y tristeza,
una oficina igual, unos niños calcados,
las mismas frustraciones, los mismos desengaños
y soñarían con estar separados.